¡100 años de las máximas letras olímpicas de Francia! Henry de Montherlant. París 1924

¡100 años de las máximas letras olímpicas de Francia! Henry de Montherlant. París 1924
¡100 años de las máximas letras olímpicas de Francia! Henry de Montherlant. París 1924

Días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024 y a manera de remanso para la lectura, da tiempo para recordar una de las obras emblemáticas de la literatura deportiva: ‘Las Olímpicas’, escrita por uno de los autores más relevantes de la Francia del siglo XX. Montherlant, dramaturgo de gran talla, escribe el libro desde la entraña del ser y del espíritu en el que encontró tres grandes divinidades, la gimnasia, la poesía y la amistad. La vida atlética involucra, como se verá, la simpatía del alma y del cuerpo

Por Mauricio Mejía

“Amigos de los juegos, divinidades portadoras de protecciones en forma de vendas y similares les digo tan sólo: Todo cuanto me han dado, denlo todavía, por mucho tiempo, a otras personas de corta edad”. Luego, tímido, festivo aún, agradecido, y con la iluminación en la punta de los dedos escribe: “no echo de menos mi juventud pasada, porque aquello que perdí, en otro sitio volví a ganarlo”.

Henry de Montherlant -su nombre completo es largo y travieso; mejor éste de camarada de cancha, de atleta entero– publicó La Olímpicas en 1924, cuando París realizó sus segundos Juegos Olímpicos. Los apuntes que dan volumen a la obra, cuales ejercicios literarios, no están escritos desde afuera; desde quien se admira ante las hazañas, se duele ante las derrotas o se conmueve ante el gesto de entrega espiritual de los atletas, esas estampas que vendrán en racimos dentro de unos días cuando los dioses regresen a la capital francesa para la ofrenda de los Juegos Olímpicos de París 2024.

No son bocetos de pintor del Sena. Tampoco trazos de pensamiento a lo  Montaigne, a lo Rousseau o a lo Voltaire, tres pensadores por cuyas cabezas pasaron, como velocistas sobre el césped, reflexiones profundas sobre la virtudes del cuerpo y su salud, como evocaciones del mundo griego. Tampoco son tratados ni ensayos. Lo maravilloso de Las Olímpicas es que son experiencias. Momentos de vida; libreta de notas de práctica, de desgaste, de lo que sucede en una mente brillante como la de Montherlant mientras el soma transita por el paraíso a la sombra de las espadas: “cuanto más débil es el cuerpo, más gobierna”, escribió Rousseau.

Montherlant nació en París durante la primavera de 1895, justo un año antes de que inauguraran los restablecidos Juegos Olímpicos en Atenas. Desde muy niño se enteró de lo que sabía y quería hacer en el mundo: escribir. Dijo Marcel Proust que los escritores mediocres encuentran en la juventud una providencia, porque se aprovechan de la inocencia y la voluntad de los tiernos lectores. Montherlant, en cambio, supo desde muy joven elegir los libros de los autores que quería llevar en la biblioteca de su alma. Eso recordaría en 1960 cuando fue elegido como miembro de la Academia Francesa, en 1960.

Cuando cumplió 19 años por Europa ya campeaba un nubarrón sobre el que volaban los Cuatro Jinetes que destruirían los imperios y darían nueva geografía a los Estados-Nación. La Primera Guerra Mundial, que interrumpió por primera vez el calendario olímpico en 1912, afectaría directamente al futuro dramaturgo, al que, como a Albert Camus, perturbarían el tema del suicidio y del compañerismo no sólo como materiales para sus creaciones literarias; para cuestionar la vida misma.

Montherlant terminaría con su vida -con cianuro y un revólver- en 1972, diez después de la clausura de los Juegos Olímpicos de Múnich. Treinta años antes (1942) Camus publicó una monumental: El mito Sísifo, que comenzó con una sentencia gravísima: el único problema filosófico serio es el suicidio.

Para el jovencito Montherlant el golpe brutal del evangelio de la atrocidad significó el derrumbe brutal del ser, y sus alrededores. Toda la gran literatura francesa de mitad del siglo estaría impregnada de la humedad fatídica de la Gran Guerra, a la que se sumaría una más espeluznante en 1939. Proust murió en 1922, cuando Montherlant estaba a mitad del camino en su indagación por el “sí mismo” en el Parque de los Príncipes, en donde en 1915 había conocido el ejercicio físico del que solamente conocía -escribió- “los difusos cuartos de hora del balón en el patio del colegio”.

“Después de mi expulsión de ese lugar, no sólo estaba sin amigos, sino sin compañeros. Los únicos seres humanos a los que frecuentaba eran los modelos italianos de la calle Grande-Chaumiére, pues dibujaba. Tal era mi falta de apertura al exterior que, habiendo decidido entrar en un club deportivo, no se me ocurrió otra cosa que ir a a molestar al director de L’Auto en persona para que me dijera qué deporte elegir”.

Era mayo. Tiempo calurosísimo. Llevaba Montherlant un abrigo de entretiempo. “¿Y cómo lleva usted un abrigo con esta temperatura?”, le dijo el director de la publicación. Montherlant salió molesto. Pero se deshizo del abrigo apenas saliendo de la redacción. Empezó a fabricar, además, prejuicios. Citó a Nietzsche de memoria: cada vez que se hace algo bien se empieza por la autoliquidación. “Soy un empecinado”, se dijo.

Como era de prever, el director de L’Auto le dijo que acudiera al Comité de Educación Física que había fundado en 1914 Pierre de Coubertin, el creador del movimiento olímpico moderno. “Por 50 céntimos al mes probé todas las especialidades, bajo la dirección de Georges Carpentier, nuestro monitor”. Entonces, Montherlant descubrió al pueblo. Es decir la vida atlética y la camaradería con muchachos del pueblo. “Es algo que pienso explicar con detalle algún día”. La explicación larga y detallada se llamó Las Olímpicas.

La verdadera vida ingrata, asevera Montherlant, comienza después de la pubertad. Durante la adolescencia, a los jóvenes no les preocupan ni las ideas, ni la moral, ni la política ni las mujeres, y sólo esto garantiza que su impaciencia es anodina. A esa edad a nadie se le puede tratar de imbécil y ¡qué alivio! Pero a los 18 años los muchachos son presas de pretensiones, de juicios de “pensamiento”, de amor, de todo ello con un fondo de ignorancia exactamente igual al de los quince años. En ninguna edad el ser humano es tan empecinado como entre los 18 y 20 años. “La principal causa es el mundo de fantasmas interiores en el que vive”. Con qué herramientas puede hacer rente a ese mundo? Con dos, precisamente: las mujeres y el deporte.

“Este es el mundo con el que me encontré en mayo de 1915, al salir de ese otro mundo confuso  y frenético (joven burgués de familia noble), enclaustrado y desmedido -el mundo de mi alma, en el que me debatía en ese momento”. Era indudable que con el deporte había recibido un gran golpe: tomé en cuenta la realidad. Y una palabra que significa todavía mucho -dice que amor se encrespa; que comunión es enfática y que fraternidad demasiado fuerte- lo que quiere expresar: simpatía.

Lo único que pretendo -apunta sin ningún ánimo de petulancia y por eso vale este apunte centenario- con estas Olímpicas es librar combate a tal compañero que se burla del acercamiento de clases en el deporte, o recordar esos periódicos de opiniones contrapuestas que se entienden perfectamente cuando se hallan sentados al lado de los espectadores en el boxeo. Se ha dicho que el deporte es aristocrático, pues selecciona a los mejores físicamente (que tienen, además, inteligencia y carácter). Pero al mismo tiempo es democrático porque la situación social no cuenta para nada. “¿Y por qué no diremos democrático a secas, puesto que la democracia en sí es esta superioridad de valores sin alusión a las situaciones”.

Montherlant llama al deporte la pasión común. “Y si me preguntan ¿qué quedará de camaradería entre un burgués y un proletario el día en el que el estadio deje de juntarlos? responderé: ¿qué queda de nosotros en el colegio y qué queda de nuestros amores? En el deporte quedará siempre esa seña de la naturaleza que llaman amistad. Camaradería y poesía. ¡Y ahora, sólo música! Exclamó Sócrates”.

Las Olímpicas salvaron la vida emocional y física de Montherlant, quien entregó las “experiencias” a la imprenta justo cuando llegaban por segunda vez lo dioses a París. Luego, ya fortalecido en el cuerpo y en el espíritu, se convertiría en uno de los grandes escritores y dramaturgos del siglo XX. De entre los escombros de la metafísica, de del derrumbe de la razón y la fe, de la desolación más aguda, Montherlant halló consuelo, vitalidad, la esperanza y el valor. Muchos años más tarde Camus (evocando a Montaigne) diría que todo lo que aprendió de moral se lo enseñaron en una cancha de futbol. Escribe Montherlant:

“A medida de que avanzamos, cada año que de debemos vivir durante la próxima década y más allá aún, se nos presenta como una amplitud, una claridad y una magnificencia de intenciones que no son el rostros que tenía el futuro cuando éramos jóvenes: cada una con el valor que debe añadirnos, hasta realizar los actos y las obras co los que quisiéramos concluir, cuando les llegue su tiempo, si es que se nos permite algún poder sobre ese tiempo”.

Bajo esta mirada meridiana -subraya-, todas las horas que consagre a la vida atlética me parecen buenas y adecuadas. “No hay ninguna clase de juventud sobre la que el ser humano maduro, o en su declive, pueda volver su mirada con tanta dicha y admiración, como aquella que transcurrió en los estadios, bajo la sonrisa de esas tres divinidades: la gimnasia, la poesía y la amistad, que alimentan nuestro desarrollo interior y cada etapa de nuestro destino”.

Y firma en las Montañas de los Alpes, en febrero de 1938.

Con Información de AN, (Foto: Reuters)
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